Me gusta vivir por unos minutos en otra época. No me malinterpreten: no siento ninguna nostalgia por las desdichas del pasado pero, aun así, me gustan las fotografías de hace varias décadas. Especialmente si esas fotografías están tomadas en lugares que conozco, que conozco muy bien, y si en ellas aparecen personas que por alguna razón tienen algún tipo de vinculación sentimental conmigo. Hablar de fotografías en un artículo periodístico es uno de los temas más recurrentes pero, perdónenme, hoy no estoy por la labor de innovar.
Desde hace siglo y medio, tiempo en el que la fotografía empezó a popularizarse, vivimos en un mundo capaz de captar instantes que nunca volverán a repetirse. Este avance técnico, unido a la fuerza de la imaginación humana, nos permite realizar desde nuestra imaginación un apasionante viaje en el tiempo que por un momento, nos coloque junto a nuestros bisabuelos y podamos contemplar, al menos desde nuestra difuminada mirada actual, unas pinceladas de lo que fue su vida. Así, en álbumes familiares, o bien a través de la ya necesaria e irrenunciable herramienta de Internet, podemos contemplar diversas escenas de gente: el marido y la mujer vestidos con traje de domingo para una foto que durará toda la vida, dos jóvenes trabajando en una fragua, el pueblo reunido en la plaza mayor a la salida de misa el día del Santo Patrón de la localidad de que se trate.
Contemplas y puedes constatar la vestimenta, los trajes, la fisonomía del paisaje que, si es de un lugar conocido, aún resulta amigablemente familiar, y te recuerda que lo que estás viendo fue real, y fue en color. Que existió. Que no lo viviste pero lo sientes como tuyo. Sabes que en esas fotos aparecen tus familiares, tus antepasados. Son aquellos protagonistas de las historias que toda la vida hemos oído contar a nuestros abuelos. Son los que jugaban a la pelota los domingos en el trinquete o los que a falta de cine y televisión, representaban comedias el Domingo de Resurrección.