Esto es así, no porque el aprendizaje de la lengua de Cervantes revista especial dificultad, ni porque sea una lengua con léxico escaso -según la Unesco la más completa que existe, junto al francés-, ni porque no haya gente dispuesta a aprenderla. La segunda lengua más utilizada en el planeta es invisible en las instituciones internacionales -como la Corte Penal Internacional, donde solo se puede entender algo si sabes inglés o francés, ambos idiomas con menor número de hablantes nativos que el español-, porque nuestros ilustres gobernantes prefieren centrarse en machacar al adversario político, inventar problemas para garantizarse los votos que les mantengan en su sillón -véase nuevos Estatutos de Autonomía, un problema crucial para todos los ciudadanos-, o, en el caso de algunos países hispanohablantes, garantizarse la propiedad vitalicia del bastón de mando. Y no sólo eso, sino que, en España, cuna de la lengua, país cuyas regiones son todas -incluídas Galicia o Cataluña- en términos de lengua materna, habitadas mayoritariamente por ciudadanos castellanoparlantes, no se hace más que ponerle zancadillas a quien desea expresarse en español en el espacio público en algunas zonas, en una coacción, que, en ocasiones roza grotéscamente con el fascismo -de la mano, esta vez, de nacionalistas regionales excluyentes, hijos de puta paniaguados de andar por casa-.
Ojo: no se trata de un sentimiento, ni de patriotismo de pandereta. Se trata de sentido común. De mejorar la vida de los ciudadanos. Y no es lógico que la segunda lengua más comun a nivel mundial sea invisible en el ámbito de la Comunidad Internacional. Si el inglés y el francés están bien a la vista es porque hay algo que si están haciendo bien tanto gobernantes británicos como galos. Y hay algo que no hacen, un deber que deberían cumplir, pero no cumplen, los nuestros.