Y así, con cuenta gotas, va quedando en estos páramos y riberas una oligarquía de mediocres, de imbéciles, de inútiles, que no hacen sino ahogar, no vaya a ser que piensen, a las pocas mentes lúcidas, con capacidad para un último intento de resurrección que quedan en esta tierra sin pulso.
Qué se puede esperar de un país donde se derriban -deliberadamente o por dejadez- iglesias con ocho siglos de historia, para levantar inmensas naves de bloques de cemento, que la oligarquía mediocre alabará como un prodigio de la arquitectura cerril de mediados del siglo XX. Qué podemos sacar de mentes que creen adecuado, fundándose en un derecho de propiedad ilimitado, derribar casas de piedra con cuatrocientos años de historia, testigos de lo que fuimos, de lo que fueron nuestros antepasados, para levantar una cochera, o peor, una gochera. Qué tristeza ver como se pierden las cuatro poco vigiladas subvenciones que otorga el poder de la taifa para el mantenimiento de palomares, pajares y edificios con inmenso valor etnográfico; y contemplar como con lenta pero implacable corrosión, el adobe y el tapial pierden su vigor, se derriban impune e irreflexivamente las casas con antigüos corredores leoneses abiertos hacia la calle, en pie desde el siglo XIV.
Cuando esta generación de mediocres haya acabado con todo lo que fuimos, y nos pudramos en un mar de asfalto y cables de cobre, entre Mercedes y Bemeúves, quizá ya no haya nadie que se pregunte de dónde venimos, a dónde vamos, o la más profunda pero importante pregunta: quiénes somos.