Pasado el tiempo, llega un día en el que te das cuenta de que te encuentras ya en otra etapa de la vida. En la edad adulta de verdad, cruda, cruel y llena de responsabilidades. Ya no quedan excusas para posponer tareas y si como es mi caso, trabajas para ti mismo, no queda nadie a quien endosar la responsabilidad de tus actos y de las omisiones que se deriven de la pereza o la desidia. Así que por fin, te pones las pilas y dejas de buscar excusas.
Sin embargo, no siempre fue así. Hubo una época diferente. Una época en la vida de todo joven universitario tomada por la ingenuidad y el romanticismo; características no advertidas del todo en aquel tiempo. Una época en la que la única responsabilidad que pesaba sobre tus hombros era la necesidad de adquirir los suficientes conocimientos para superar los exámenes finales. O, en el caso de algunos, aprobar los exámenes independientemente de la adquisición de conocimientos.
En aquella época se mezclaba todo. Lo serio y lo meramente lúdico. Los estudios y sus dolores de cabeza, con dosis de diversión injertadas en los numerosos huecos libres semanales. Así recuerdo las noches sin dormir con lecturas por placer o por necesidad. Las películas. Los apuntes de clase –propios, prestados y mezclados-. Con latas de Red Bull vacías sobre la mesa de la biblioteca y la música de bandas sonoras en los auriculares, sin letra, para no distraerse de la relectura de aquellos resúmenes con letra subrayaba en rojo y remarcada con rotulador fosforito.
Tabaco, café, bebidas energéticas y alguna que otra distracción eran vicios de bajo coste en una época inolvidable que ya hemos dejado atrás. No sólo los jueves de fiesta y las espichas traen recuerdos a quienes vivimos esta experiencia universitaria. Algunos vivimos más intensamente. En limpio hemos sacado, además de los títulos y conocimientos, algunos de los más fieles amigos que tendremos en la vida. Siempre podremos rememorar aquellos años de estudio y de vicio.
Artículo publicado en El Adelanto Bañezano