Daniel Ortiz

EXTRA ITINERE AD ADSTRA

Una reflexión liberal

En los presentes días asistimos a un debate, si bien muy informal y vulgarizado, sobre el alcance que ha de tener el sector público en un estado democrático de derecho. O social y democrático de derecho, si queremos utilizar la expresión doctrinal recogida en la Constitución.A propósito de dicho debate, considero necesario hacer un apunte sobre la teoría liberal. El liberalismo, es bien sabido, ha tenido diversas corrientes, quizá más que ninguna otra ideología, por lo atractivo, en origen, de sus principios y nombre, ambos derivados de libertad. Ello ha provocado que en determinados lugares, como en Estados Unidos, la palabra liberal, actualmente, sea asociada con el centro-izquierda, demasiado empeñado en socializar el sector público; y para referirse al liberalismo clásico se utilice el término conservadurismo, lo que lejos de solucionar el problema, lo enreda aún más, porque el conservadurismo existía ya, al margen de la teoría liberal, como una ideología propia y muy diferente.

Además, han aparecido nuevos conceptos que distorsionan aún más la imágen que el común de los mortales tiene del liberalismo: como los llamados neoliberales, que aceptan instituciones repugnantes para cualquier liberal que se precie, como el FMI, el Banco Mundial, o los Bancos Centrales. O toleran injerencias del Estado, de una forma u otra, en la libertad individual. Con lo cual, englobar estas nuevas teorías dentro del liberalismo, sería corromper sus cimientos.

Dejemos al margen el anarquismo. Todas las teorías estatistas, desde el socialismo, pasando por la democracia cristiana, hasta el fascismo, propugnan una fuerte intervención del Estado en todos los ámbitos de la sociedad con el fin de modificar sus vicios y provocar el progreso de la misma. Todas, digo, salvo el liberalismo. En origen el liberalismo clásico, ha visto toda intervención estatal en la libertad del individuo como algo negativo y que constriñe sus derechos: el estado es percibido por los liberales como un mal necesario.

Ese mal necesario, cuyos mimbres dejó bien constituídos John Locke ya en el siglo XVII, ha de existir para garantizar los derechos de los individuos, de los cuales gozarían en el estado natural, pero que se vieron destruídos por la aparición de la propiedad privada. Como quiera que la propiedad privda, según Adam Smith, favorece al bien común, al incentivar el progreso; el ser humano, ha de dotarse de una institución, el Estado, que actúa como garante de los derechos del individuo, bien frente a la sociedad, bien frente a otro individuo.

En el liberalismo, los únicos derechos realmente importantes son los individuales, ya que, en los llamados colectivos, el individuo no es libre, se ve coaccionado por el grupo. El estado diseñado por Locke, que bebe del parlamentarismo medieval europeo (por cierto, originado en León en 1187), y desarrollado por Montesquieu, entre otros, contempla un sistema de contrapoderes que pone límite al ejercicio de la potestad coactiva estatal sobre los ciudadanos. El Estado, en el liberalismo, mediante un sistema de separación de poderes, tiene limitado el ejercicio de sus competencias. A diferencia del Estado social, y de lo que propugnan determinadas teorías socialdemócratas, conservadoras o democristianas, para los liberales, el Estado tiene limitado su lugar de actuación; ojo, no es sólo como en las teorías mencionadas anteriormente, en que el sector público no pueda entrar en determinadas parcelas reservadas al ciudadano, sino que no puede salirse de ciertos margenes, con lo que la libertad de los individuos es mayor.

Los márgenes, en un estado liberal ideal, serían básicamente: la seguridad interior y exterior, las carreteras y la administración de justicia. Esas serían las únicas competencias de los poderes públicos en un estado ideal. La educación y la sanidad son actividades, que en teoría, pueden alcanzar su realización plena gracias a la iniciativa privada, y, en ocasiones, ha quedado demostrado, con una capacidad mucho mayor: véanse las universidades privadas de Estados Unidos: Harvard, Yale, etc.

El problema es que no vivimos en un mundo ideal. Y entonces, aquí aparece el socioliberalismo, o liberalismo social. Por decirlo como más acostumbrados estamos en España: el liberalismo progresista: como el mundo es imperfecto, hay individuos que no son, en su nacimiento, iguales a otros (riqueza, pobreza…) y no tienen el mismo derecho de acceso a la educación. Además hay otros individuos que padecen dolencias o enfermedades crónicas por infortunio, no por demérito, y necesitarán una mayor atención que otros en idénticas condiciones económicas; y el mercado de la sanidad tiene una demanda demasiado inelástica, porque es algo a lo que no podemos renunciar, con lo cual, aparentemente, queda desvirtuda la igualdad teórica que propugna la teoría liberal para la construcción de una sociedad más justa y libre: en definitiva, meritocrática.

La solución: aceptar por parte de los liberales, con ciertas reservas, la educación y sanidad públicas, con un alcance y una calidad suficientemente altas para garantizar el acceso de todos los ciudadanos a las mismas. Sin perjuicio del acceso voluntario al sector privado en ambos aspectos. Sin embargo, con eduación y sanidad gratuítas, aún habría que hacer algún matiz: ¿es o no justo, que un individuo sano que ha estado 30 años rascándose la barriga, tenga la misma atención sanitaria que otro individuo que, en sus mismas condiciones ha estado 30 años trabajando de sol a sol y pagando, con sus impuestos, la sanidad de la que disfruta su vecino?

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