Ha sido tan trancendente el concepto de la muerte, que en la mitología occidental tiene una rica simbología. El reloj, la guadaña, una larga túnica sin rostro. Un esqueleto. La muerte no sólo ha sido un hecho traumático y propio de estudio por parte de la psicología o la medicina, sino que como hemos visto ha estado presente en la literatura, en la filosofía, etc. Séneca dijo, justo antes de morir de su propia mano por orden del tirano Nerón, que la muerte era la verdadera libertad.
Desde un punto de vista jurídico -barro para casa, como véis- la muerte significa el fin de la personalidad, que es atribuída al nacido con forma humana que ha sobrevivido al menos un día fuera del viente materno, retrotrayéndose sus efectos al momento del nacimiento: la muerte es el hecho que cierra el ciclo de duración de la misma y los derechos y obligaciones inherentes a ella. A partir de entonces la persona no existe. Se abre la sucesión -la herencia- de sus derechos y obligaciones y el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Desde un punto de vista médico-biológico, la muerte es el cese irreversible de las funciones cerebrales. Según la filosofía, la ontología, la muerte es el no ser, de aquel que fué. Non cogito, ergo non sum.
Desde una perspectiva no religiosa es difícil afrontar un fin de la existencia para la propia vida. Y para la de las personas que nos rodean. Cuan fácil es que en un suspiro, en un momento, todo se acabe. Un accidente de tráfico. Un macetazo en la cabeza. Y adiós. No es posible en nuestro universo una vida eterna. Va contra las leyes físicas y naturales. ¿Trascenderá nuestro ser, nuestra conciencia, nuestra alma o como queramos llamarlo, hacia un mundo transfísico fuera de la caverna platónica en la que nos encontramos contemplando las sombras de la verdadera realidad? No lo sé. Nadie lo sabe. Aunque algunos torpe y religiosamente están convecidos de ello. Pero no hay ninguna evidencia. Aunque está claro que si esto es lo único que existe, qué decepción.