No tengo especiales conocimientos de teología, ni de filosofía –más allá de la Filosofía del Derecho, que no deja de ser interesante-, pero a mis años y con la escasa mili que llevo a cuestas, sé lo que significa la libertad y el precio que muchos de los que deciden ejercerla tienen que pagar. De tal manera que como no pocos europeos, he caído en la cuenta de que no sólo es la corrección política lo que coarta ese derecho fundamental que es la libertad de conciencia y su correlativo externo: la libertad de expresión; sino que existe otra variable a tener en cuenta, y no es otra que el fundamentalismo.
No tengo nada contra quien se declara Ateo, Agnóstico, Creyente o Practicante de una religión. Y cualquiera que respete la libertad ajena y aprecie la propia no debería tenerlo. Pero en los últimos tiempos, vemos como emerge un nuevo tribunal de la Inquisición. Es el de los ateos militantes que se denominan a sí mismos laicistas. Como si tuvieran la menor idea de lo que es el laicismo.
El laicismo significa neutralidad estatal ante el fenómeno religioso, que en todo caso ha de garantizar el derecho al ejercicio del culto, sin más límites que el orden público. En ningún caso significa beligerancia frente a quien ejerce su libertad religiosa, como lo entienden muchos fundamentalistas ateos.
Yo puedo aceptar que es irracional creer en Dios, al menos, tanto como negar la existencia de Dios. Pero los creyentes tienen una eximente total: la fe no es cuestión de razón. Es una cuestión de creencia más allá de la razón. Ahora bien, los ateos fundamentalistas, esos que exaltan la razón por encima de la libertad, no tienen argumento para negar la existencia un ser trascendente. Porque, racionalmente, no hay argumento que permita demostrar la inexistencia de Dios.
Si en un tema tan personal se toma como referencia la razón y no la fe, el paso lógico es el agnosticismo: asumir que la existencia de Dios no es demostrable ni descartable. En ningún caso el ateísmo.
Daniel Ortiz Guerrero
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